11/9/07

¿DONDE ESTÁ WALLY?

Si bien el diagnóstico para los profesionales de la salud mental, puede tener utilidad en investigación (agrupar distintos elementos en una “clase”). Etiquetar a las personas puede tener consecuencias terribles para ellos a nivel personal, social, económico, etc. Ya hemos hablado en el Rincón de Jano en otras ocasiones de cómo funcionan las profecías que se cumplen a sí mismas (efecto Rosenthal), y de como un diagnóstico presupone una serie de comportamientos, que deberán cumplirse. Hace tres décadas un investigador revolucionó el mundo de las “psi”, poniendo en duda la capacidad de los profesionales para diferenciar a una persona “sana” de una persona “enferma”. Poniendo en relieve además una cuestión fundamental: el poder del contexto sobre el significado del comportamiento y el valor contextual de las etiquetas diagnósticas. Me explico, el mismo comportamiento tendrá significados distintos en función de que exista o no un diagnóstico. Una discusión de tráfico puede ser consecuencia de que un conductor no cedió el paso cuando le correspondía, o de que Pedro comienza a estar nervioso y va a tener una crisis. La discusión es la misma, las circunstancias en que se produce son las mismas, pero Pedro está diagnosticado de esquizofrenia y no tiene preferencia aunque vaya por la derecha.


En el año 1973 David Rosenhan publicó los resultados de una investigación en la revista Science con gran repercusión, este artículo se ha convertido de alguna manera en un clásico, que ha sido mencionado posteriormente en numerosas situaciones. El artículo fue titulado “Permanecer sano en una situación enferma”.


Para esta investigación se contó con 8 colaboradores (entre los que se encontraba el propio Rosenhan), entre los que había tres mujeres y cinco hombres, 4 de las personas que colaboraron en el experimento eran profesionales de la salud mental (psicología y psiquiatría), uno de pediatría, un estudiante, un pintor y una ama de casa. Estos colaboradores fueron instruidos para dirigirse a centros de internamiento psiquiátrico refiriendo como único síntoma que en las últimas semanas habían estado oyendo voces. De estas voces las únicas palabras inteligibles serían “hueco”, “vacío” y “ruido sordo”. Estas tres palabras fueron elegidas entre otras razones, porque no había referencia en toda la literatura psiquiátrica a estas palabras en concreto. Por todo lo demás, los colaboradores debían comportarse del modo habitual y responder a cualquier pregunta con la verdad (salvo en el caso de los profesionales de la salud mental que debían ocultar su profesión, para no recibir ninguna atención especial ni trato de favor).


Estos colaboradores se dirigieron con este único síntoma, a distintos hospitales psiquiátricos, todos fueron internados con diagnóstico de esquizofrenia salvo en un caso, en el que el colaborador fue ingresado con diagnóstico de trastorno maníaco depresivo (algunos autores relacionaron esta diferencia con la clase social). A pesar de que no se mostró ningún otro síntoma y que desde el momento de la admisión, los colaboradores dejaron de “oír voces”, éstos permanecieron internados entre 7 y 52 días, en ningún momento fueron identificados como personas sanas y en cualquier caso, una vez dada el alta nunca se renunció al diagnóstico inicial, siempre se informó de Esquizofrenia “en remisión” o Trastorno Maníaco Depresivo “en remisión”. De hecho cualquier comportamiento dentro del psiquiátrico fue reinterpretado confirmando el diagnóstico. Cuando los colaboradores tomaban notas de todo lo que pasaba en la sala del psiquiátrico, esto era interpretado como una muestra más de comportamiento extraño o de cualquier otro déficit “no hace falta que tome notas, si se le olvida me vuelve a preguntar”. En una de las reuniones terapéuticas se le preguntó a uno de los colaboradores acerca de su vida, el colaborador en su relato contó que tuvo una relación muy cercana con su madre y una relación algo más lejana con su padre durante la primera infancia. Durante la adolescencia y en adelante, su padre se convirtió en un buen amigo, mientras que su relación con su madre se enfrió. Su actual relación con su mujer era cercana y cálida, y restando algún enfado ocasional, la fricción es mínima. Raramente le da algún cachete a sus hijos.


El informe del terapeuta fue el siguiente:


Este hombre blanco de 39 años… manifiesta una larga historia de una considerable ambivalencia en las relaciones cercanas, que comenzó en la primera infancia. Una cálida relación con su madre se enfrió durante su adolescencia. Una relación distante con su padre se transformó en muy intensa durante la adolescencia. Hay una ausencia de estabilidad afectiva. Sus intentos para controlarse emocionalmente con su mujer, son interrumpidos por arrebatos de cólera, y en el caso de los niños, azotes. Aunque el dice que tiene varios buenos amigos, estas relaciones también están marcadas por un sentimiento de considerable ambivalencia.


El informe del terapeuta acomoda las declaraciones del pseudopaciente a sus propias ideas preconcevidas de cómo se debe comportar una persona etiquetada como esquizofrénica, en función de una de las teorías dominantes en el momento, según la cual son personas con gran estabilidad emocional desde niños.


Hay que añadir, que a estos pseudopacientes, se les suministraron 2.100 píldoras (que en sólo dos ocasiones se llegaron a tragar) y que curiosamente los únicos que se dieron cuenta de la trampa fueron el resto de los internos; “tu no estás loco, eres periodista o profesor”, les decían.


En una segunda fase del experimento, Rosenhan presentó los resultados de esta primera fase en otros hospitales psiquiátricos, estos evidentemente consideraban que estos resultados eran consecuencia de errores diagnósticos y de una mala práctica médica, afirmaron que eso no podría pasar en su centro. Se advirtió a los profesionales de estos centros que en los próximos meses se intentaría “colar” algún “pseudopaciente”. La consecuencia fue que de los 193 pacientes que ingresaron en estos hospitales, cuarenta y nueve fueron identificados como falsos por algún miembro del personal técnico del hospital, veintitrés por algún psiquiatra del hospital y diecinueve fueron considerados como pacientes falsos por un psiquiatra y al menos otro miembro del equipo técnico. Lo curioso de esta situación, es no existieron tales pseudopacientes.


Además de estudiar la importancia del contexto para interpretar a una persona como sana o enferma, Rosenhan criticó también duramente el trato que sufrían los internos en aquella época (pensamos que muchos de estos comportamientos han cambiado). Teniendo en cuenta que esta investigación tiene más de treinta años, cabe preguntarse si tiene algún sentido mencionarla en pleno año 2007. Algunas personas consideraron este estudio como una advertencia sobre la flexibilidad o laxitud de los criterios diagnósticos en determinadas “enfermedades mentales”, siendo la respuesta a este problema el proponer nuevos criterios diagnósticos más refinados. Sin embargo, pienso que una mayor exactitud en el diagnóstico no va a acabar con el efecto estigmatizante de éste, ni con las consecuencias que tiene sobre la interpretación de cada comportamiento de la persona que lleve a cuestas esta etiqueta.

2 comentarios:

Pedro dijo...

Difícil librarse de las etiquetas. No sólo como profesional de la salud mental dado que las "etiquetas" nos sirven para comunicarnos dentro de la comunidad médica y científica si no también en la vida diaria.

Ante la dificultad de luchar contra ellas trato de aliarme y crear "etiquetas" positivas y de esa manera esperar observar e interpretar desde una óptica diferente los aspectos personales y de los demás.

Antonio Olives dijo...

La perversión de la etiqueta no está en sí misma, si no en el despliegue de atribuciones y presuposiciones que se hacen, a veces cuesta ver el bosque detras del arbol.

Gracias por tu visita Pedro ,espero que te pases de nuevo por aquí.